Sigo
dándole vueltas a qué es un food memoir. ¿Estoy escribiendo yo un food
memoir? ¿Debería echar en esta olla más ingredientes de mi vida? ¿Debería a
caso yo hablar de cocina? Desde que empecé este blog intento darle vueltas a
eso, a si mi escritura se parece acaso un poco a ese género que ni siquiera
tiene aún nombre en castellano. El término más cercano que he leído es
«gastromemoria», aunque creo que no está nada familiarizado el término en el
mundo editorial. Nunca me he leído un food memoir, ¿debería escribir
algo que no he leído nunca? ¿Soy escritora de food memoir si no leo food
memoir? Justamente hoy he comprado Cocina o barbarie, de Maria Nicolau.
Creo que no es exactamente un food memoir, sino una especie de ensayo
culinario, más cerca del recetario que del food memoir, aunque sin ser
tampoco un recetario al uso. Tengo muchas ganas de leerlo. También (buscando
algún food memoir para leerlo y poder seguir escribiendo en este
blog…), he encontrado el libro: Un hogar en la cocina, de Molly
Wizenberg, con traducción de un poeta que me encanta, Ángelo Néstore. Es de los
pocos food memoirs que he visto traducidos al español y que no son de
gente famosa como Stanley Tucci o Gwyneth Paltrow.
En fin: el diario semanal. Nos
gastamos más de setenta euros en la compra, lo cual me deprimió mucho.
Compramos algo de carne (eso no suele ser así), plátanos, champiñones y
espárragos para un revuelto para cenar, ajetes para una tortilla de ajetes,
tomates para alguna tostada, unos yogures de melocotón que me encantan, unos
nuggets vegetarianos que solemos hacer a la plancha para cenar, huevos, leche,
todo eso. Al principio de la semana hice un plato coreano que conocí gracias a
Esbieta, aunque no tengo muy claro su nombre. Creo que es algo así como «jerk».
Aunque odio cortar carne y últimamente también comerla, a Ane le gusta mucho y
es un plato que queda muy rico y que hacía mucho que no hacíamos. Se cortan los
filetes de ternera en tiras y se echan en una sartén sin nada de aceite, solo
con un poco de sal, hasta que la carne suelta todo el agua. Luego se añade la
zanahoria rallada y la cebolla en juliana, se mezcla bien y se deja unos
minutos, para después añadir dos cucharadas de salsa de soja, una y media de
vinagre, pimienta (si es que no se le ha echado una guindilla troceada antes) y
perejil o cilantro (Ane odia el cilantro, así que en mi caso perejil; lo del
cilantro es un tema delicado: a mí me gusta, pero a ella en absoluto). Se
mezcla bien y se baja el fuego. Y, aunque ya todo huele en este punto de
maravilla y la verdura tiene una pinta espectacular, aquí viene mi parte
favorita: en una sartén pequeñita se calientan tres cucharadas de aceite, hasta
que empieza a salir humo. Es importante, tiene que estar muy caliente. Cuando
esté, se echa a la sartén de la carne y las verduras, se revuelve bien y se
sirve en seguida. Me quedó un poco dura la carne: no sé si la corté demasiado
pequeña, o si dejé que soltara demasiada agua, o si le eché poca verdura. Los
bocados con cebolla y zanahoria eran los más sabrosos y jugosos. Me pregunto
cómo quedaría este plato solo con cebolla y zanahoria, y quizás berenjena o
calabacín o alguna otra verdura. O quizás cambiando la ternera por el pollo.
El otro plato que quería hacer esta
semana era pollo al curry, una receta un poco diferente, pero al final tendrá
que ser para la semana que viene. Este fin de semana ha sido intenso, apenas he
cenado decente ni a la hora. La Emily tenía entradas para una fiesta de
Eurovisión que hacían en Barcelona y nos hemos pasado el fin de semana comiendo
tarde y regular. Siento mi cuerpo pesado y cansado, cada vez aguanto peor el
alcohol. El caso es que no hice el pollo al curry, pero a mitad de semana,
antes de empezar este fin de semana agotador y excesivamente sociable para mi
gusto, me topé con un vídeo en twitter (era un tik tok, pero como no me entero
de nada de esa aplicación, siempre me entero de las cosas de allí tarde y mal,
y por twitter) de una señora italiana que estaba haciendo una carbonara
impresionante. Usaba guanciale y nada de pimienta. Se ve que esa carne está
adobada con pimienta y por eso no hace falta echarle. Me pareció muy curiosa y
mira que, de nuevo, odio cocinar con carne (pero soy curiosa, así que ahí está
el problema). Yo estaba dispuesta a hacerla tal cual (qué bien me cayó la
señora, hasta busqué una tienda de productos italianos en Barcelona), pero Ane
vio una fotografía de la carne, que era todo grasa prácticamente, y le
horrorizó. ¡Y yo la iba a hacer! Me alegré de ahorrarnos ese dinero y de no
tener que cortar una carne grasienta. Así que compramos los típicos trozos de
bacon que vienen en una bandejita y queso parmesano. Con o sin guanciale,
seguiría la receta de la señora. Hay un tema con la carbonara: durante años Ane
la hacía con nata. Bueno, ni siquiera sé si la llamaba exactamente carbonara o
no. Nata, mucha pimienta, ni siquiera cebolla o bacon en muchas ocasiones. Con
la nata le era más que suficiente, incluso sabroso. En mi casa hacíamos algo
parecido a una carbonara, aunque jamás se le llamó a eso carbonara. La receta
consistía en cocer la pasta (cortando los espaguetis, porque mis padres siempre
cortan los espaguetis; de hecho, ni siquiera eran espaguetis: siempre hacíamos
esa receta con tallarines), freír el bacon en una sartén con aceite, echar la
pasta encima (mis padres nunca guardan el agua de cocción) y mi madre siempre
me decía: déjalo un poco así, que coja el sabor del bacon y del aceite. Lo
salpimentaban y mientras cogía el sabor del bacon y del aceite en un plato
hondo batían uno o dos huevos, según la cantidad de pasta que hubiera, echaban
queso rallado (del típico de bolsa, marca blanca) al gusto, creo que sin que
quedara pastoso, creo que había siempre más huevo que queso, echaban pimienta y
esa mezcla iba para la sartén. Removían bien y rectificaban la sal y listo.
Durante años fue mi plato favorito. Mi padre me contó una vez que esa receta
vino de que mi abuela paterna debió verla en algún sitio, se le antojó hacerla y, cuando mi padre llegó a casa a comer, le dijo: lo siento, parecía que tenía
buena pinta cuando la vi pero ahora que la he hecho no tiene nada de buena
pinta. Pero para sorpresa de mi abuela mi padre se acabó el plato y repitió:
estaba buenísimo. Años después, Ane y yo descubrimos una receta de carbonara y aprendimos que esa era la original (y que echarle nata era un pecado): dos o
tres yemas por persona, mucha pimienta porque de ahí viene su nombre de
carbonara, y queso parmesano recién rallado encima hasta que quedara bien
pastoso, freír bacon y cebolla y echarlo en el bol de la mezcla junto con la
pasta y el agua de cocción y mezclar con movimientos envolventes. Con el calor
de la pasta el queso se derrite y, si se hace con la cantidad perfecta de huevo
y queso, la salsa queda suave y jugosa y es el mejor plato que hayas probado en
tu vida. Hicimos miles de veces esa receta. A veces nos quedaba perfecta,
otras un poco aguada. Pero esta vez estábamos decididas a seguir los consejos
de esa señora italiana. Su receta, para mi sorpresa, se parecía mucho a eso que
mi abuela paterna pensó que quedó asqueroso. Mezclaba el huevo con el queso parmesano
recién rallado (en lugar de usar uno de bolsa ya rallado y sin marca), un par
de huevos y un par de yemas, freía el guanciale y cocía la pasta y luego echaba
la pasta en la sartén del guanciale junto con la mezcla de huevos y corregía con el
agua de cocción. Listo. Así que eso hicimos. Calcular la cantidad de huevo es
lo que más difícil, me parece. Pero el resultado fue… la salsa quedó poco
jugosa, teníamos miedo que se nos quedara demasiado líquida y se quedó algo
seca, sobre todo porque la dejamos reposar un poco mientras acabábamos de
recoger. Pero esa pasta, sin ser como la señora italiana habría deseado, había
quedado justo como esa pasta que yo comía de pequeña, justo como esa pasta que
no llamábamos carbonara pero que venía de una carbonara hecha sencilla, y no
solo se parecía tanto como esa, sino que estaba muchísimo mejor. Claro, el
queso era parmesano y llevaba cebolla, algo que mis padres, si no recuerdo mal,
no echaban. La apariencia era la misma; el sabor, muy parecido. Lo suficientemente parecido como para trasportarme a esa niña que deseaba comer ese
plato todos los días, y lo suficientemente mejorada como para querer compararla
con esa versión de la receta en la que la salsa, en el punto justo, queda
jugosa. Me gustó tanto que, a pesar de que sobró bastante, en ningún momento me
aburrí de comer sobras. No solo eso, sino que prefería comer esas sobras que ninguna
otra cosa. Justo como cuando de niña me comía las sobras de los espaguetis con
bacon con tanto gusto como cuando estaban recién hechos.
He mencionado mi infancia, ¿si lo
hago se convierte esto en un food memoir en condiciones? No sé. Hoy
Maggie O’Farrell en una conferencia ha dicho que lo que tenemos que escribir es
eso que tanto nos llama por nuestro nombre. Y dios, cuánto me llama esto. Y cuánto
me llama comer. Por cierto: ya me ha llegado la olla. Ya casi puedo oler el boeuf
à la bourguignonne…







