martes, 28 de marzo de 2023

Dietario entre fogones: del 20 al 26 de marzo

 

Sigo dándole vueltas a qué es un food memoir. ¿Estoy escribiendo yo un food memoir? ¿Debería echar en esta olla más ingredientes de mi vida? ¿Debería a caso yo hablar de cocina? Desde que empecé este blog intento darle vueltas a eso, a si mi escritura se parece acaso un poco a ese género que ni siquiera tiene aún nombre en castellano. El término más cercano que he leído es «gastromemoria», aunque creo que no está nada familiarizado el término en el mundo editorial. Nunca me he leído un food memoir, ¿debería escribir algo que no he leído nunca? ¿Soy escritora de food memoir si no leo food memoir? Justamente hoy he comprado Cocina o barbarie, de Maria Nicolau. Creo que no es exactamente un food memoir, sino una especie de ensayo culinario, más cerca del recetario que del food memoir, aunque sin ser tampoco un recetario al uso. Tengo muchas ganas de leerlo. También (buscando algún food memoir para leerlo y poder seguir escribiendo en este blog…), he encontrado el libro: Un hogar en la cocina, de Molly Wizenberg, con traducción de un poeta que me encanta, Ángelo Néstore. Es de los pocos food memoirs que he visto traducidos al español y que no son de gente famosa como Stanley Tucci o Gwyneth Paltrow.

            En fin: el diario semanal. Nos gastamos más de setenta euros en la compra, lo cual me deprimió mucho. Compramos algo de carne (eso no suele ser así), plátanos, champiñones y espárragos para un revuelto para cenar, ajetes para una tortilla de ajetes, tomates para alguna tostada, unos yogures de melocotón que me encantan, unos nuggets vegetarianos que solemos hacer a la plancha para cenar, huevos, leche, todo eso. Al principio de la semana hice un plato coreano que conocí gracias a Esbieta, aunque no tengo muy claro su nombre. Creo que es algo así como «jerk». Aunque odio cortar carne y últimamente también comerla, a Ane le gusta mucho y es un plato que queda muy rico y que hacía mucho que no hacíamos. Se cortan los filetes de ternera en tiras y se echan en una sartén sin nada de aceite, solo con un poco de sal, hasta que la carne suelta todo el agua. Luego se añade la zanahoria rallada y la cebolla en juliana, se mezcla bien y se deja unos minutos, para después añadir dos cucharadas de salsa de soja, una y media de vinagre, pimienta (si es que no se le ha echado una guindilla troceada antes) y perejil o cilantro (Ane odia el cilantro, así que en mi caso perejil; lo del cilantro es un tema delicado: a mí me gusta, pero a ella en absoluto). Se mezcla bien y se baja el fuego. Y, aunque ya todo huele en este punto de maravilla y la verdura tiene una pinta espectacular, aquí viene mi parte favorita: en una sartén pequeñita se calientan tres cucharadas de aceite, hasta que empieza a salir humo. Es importante, tiene que estar muy caliente. Cuando esté, se echa a la sartén de la carne y las verduras, se revuelve bien y se sirve en seguida. Me quedó un poco dura la carne: no sé si la corté demasiado pequeña, o si dejé que soltara demasiada agua, o si le eché poca verdura. Los bocados con cebolla y zanahoria eran los más sabrosos y jugosos. Me pregunto cómo quedaría este plato solo con cebolla y zanahoria, y quizás berenjena o calabacín o alguna otra verdura. O quizás cambiando la ternera por el pollo.

            El otro plato que quería hacer esta semana era pollo al curry, una receta un poco diferente, pero al final tendrá que ser para la semana que viene. Este fin de semana ha sido intenso, apenas he cenado decente ni a la hora. La Emily tenía entradas para una fiesta de Eurovisión que hacían en Barcelona y nos hemos pasado el fin de semana comiendo tarde y regular. Siento mi cuerpo pesado y cansado, cada vez aguanto peor el alcohol. El caso es que no hice el pollo al curry, pero a mitad de semana, antes de empezar este fin de semana agotador y excesivamente sociable para mi gusto, me topé con un vídeo en twitter (era un tik tok, pero como no me entero de nada de esa aplicación, siempre me entero de las cosas de allí tarde y mal, y por twitter) de una señora italiana que estaba haciendo una carbonara impresionante. Usaba guanciale y nada de pimienta. Se ve que esa carne está adobada con pimienta y por eso no hace falta echarle. Me pareció muy curiosa y mira que, de nuevo, odio cocinar con carne (pero soy curiosa, así que ahí está el problema). Yo estaba dispuesta a hacerla tal cual (qué bien me cayó la señora, hasta busqué una tienda de productos italianos en Barcelona), pero Ane vio una fotografía de la carne, que era todo grasa prácticamente, y le horrorizó. ¡Y yo la iba a hacer! Me alegré de ahorrarnos ese dinero y de no tener que cortar una carne grasienta. Así que compramos los típicos trozos de bacon que vienen en una bandejita y queso parmesano. Con o sin guanciale, seguiría la receta de la señora. Hay un tema con la carbonara: durante años Ane la hacía con nata. Bueno, ni siquiera sé si la llamaba exactamente carbonara o no. Nata, mucha pimienta, ni siquiera cebolla o bacon en muchas ocasiones. Con la nata le era más que suficiente, incluso sabroso. En mi casa hacíamos algo parecido a una carbonara, aunque jamás se le llamó a eso carbonara. La receta consistía en cocer la pasta (cortando los espaguetis, porque mis padres siempre cortan los espaguetis; de hecho, ni siquiera eran espaguetis: siempre hacíamos esa receta con tallarines), freír el bacon en una sartén con aceite, echar la pasta encima (mis padres nunca guardan el agua de cocción) y mi madre siempre me decía: déjalo un poco así, que coja el sabor del bacon y del aceite. Lo salpimentaban y mientras cogía el sabor del bacon y del aceite en un plato hondo batían uno o dos huevos, según la cantidad de pasta que hubiera, echaban queso rallado (del típico de bolsa, marca blanca) al gusto, creo que sin que quedara pastoso, creo que había siempre más huevo que queso, echaban pimienta y esa mezcla iba para la sartén. Removían bien y rectificaban la sal y listo. Durante años fue mi plato favorito. Mi padre me contó una vez que esa receta vino de que mi abuela paterna debió verla en algún sitio, se le antojó hacerla y, cuando mi padre llegó a casa a comer, le dijo: lo siento, parecía que tenía buena pinta cuando la vi pero ahora que la he hecho no tiene nada de buena pinta. Pero para sorpresa de mi abuela mi padre se acabó el plato y repitió: estaba buenísimo. Años después, Ane y yo descubrimos una receta de carbonara y aprendimos que esa era la original (y que echarle nata era un pecado): dos o tres yemas por persona, mucha pimienta porque de ahí viene su nombre de carbonara, y queso parmesano recién rallado encima hasta que quedara bien pastoso, freír bacon y cebolla y echarlo en el bol de la mezcla junto con la pasta y el agua de cocción y mezclar con movimientos envolventes. Con el calor de la pasta el queso se derrite y, si se hace con la cantidad perfecta de huevo y queso, la salsa queda suave y jugosa y es el mejor plato que hayas probado en tu vida. Hicimos miles de veces esa receta. A veces nos quedaba perfecta, otras un poco aguada. Pero esta vez estábamos decididas a seguir los consejos de esa señora italiana. Su receta, para mi sorpresa, se parecía mucho a eso que mi abuela paterna pensó que quedó asqueroso. Mezclaba el huevo con el queso parmesano recién rallado (en lugar de usar uno de bolsa ya rallado y sin marca), un par de huevos y un par de yemas, freía el guanciale y cocía la pasta y luego echaba la pasta en la sartén del guanciale junto con la mezcla de huevos y corregía con el agua de cocción. Listo. Así que eso hicimos. Calcular la cantidad de huevo es lo que más difícil, me parece. Pero el resultado fue… la salsa quedó poco jugosa, teníamos miedo que se nos quedara demasiado líquida y se quedó algo seca, sobre todo porque la dejamos reposar un poco mientras acabábamos de recoger. Pero esa pasta, sin ser como la señora italiana habría deseado, había quedado justo como esa pasta que yo comía de pequeña, justo como esa pasta que no llamábamos carbonara pero que venía de una carbonara hecha sencilla, y no solo se parecía tanto como esa, sino que estaba muchísimo mejor. Claro, el queso era parmesano y llevaba cebolla, algo que mis padres, si no recuerdo mal, no echaban. La apariencia era la misma; el sabor, muy parecido. Lo suficientemente parecido como para trasportarme a esa niña que deseaba comer ese plato todos los días, y lo suficientemente mejorada como para querer compararla con esa versión de la receta en la que la salsa, en el punto justo, queda jugosa. Me gustó tanto que, a pesar de que sobró bastante, en ningún momento me aburrí de comer sobras. No solo eso, sino que prefería comer esas sobras que ninguna otra cosa. Justo como cuando de niña me comía las sobras de los espaguetis con bacon con tanto gusto como cuando estaban recién hechos.


            He mencionado mi infancia, ¿si lo hago se convierte esto en un food memoir en condiciones? No sé. Hoy Maggie O’Farrell en una conferencia ha dicho que lo que tenemos que escribir es eso que tanto nos llama por nuestro nombre. Y dios, cuánto me llama esto. Y cuánto me llama comer. Por cierto: ya me ha llegado la olla. Ya casi puedo oler el boeuf à la bourguignonne



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