sábado, 29 de julio de 2023

Breve alegato a la pasta al dente

 

Esta semana teníamos que irnos a Azagra. Íbamos a pasar la semana entera allí, porque Ane había cogido vacaciones y yo había conseguido librar esa semana. Nos íbamos a ir el domingo por la noche, y yo había calculado lo que teníamos en la nevera hasta entonces, pero por cosas de la vida tuvimos que quedarnos hasta el lunes, con lo cual mi cálculo pasó a se insuficiente. Me metí varias veces en Instagram, en mis recetas guardadas, en busca de inspiración o de una buena idea. Pero nada. Y cuando pensé que tendría que apañarme con lo primero que se me ocurriera, vi una receta de una nueva cuenta que sigo (@paulasapron). Unos macarrones allá vodka, pero algo diferentes. Aparentemente esta receta de pasta allá vodka se hizo viral durante la cuarentena porque Bella Hadid subió a stories que la estaba cocinando, y de ahí: todo el mundo. Pero este tiene algo especial. Se tuestan unas salchichas partidas en cachitos con las manos, a las que previamente se les ha retirado la tripa que las cubre. Se dejan quietas y con poco aceite (esto es importante, no queréis acabar con toda la cocina salpicada) unos minutos; luego, se les da la vuelta. Así se creará una costra crujiente que dará un sabor especial a la carne. Se retira y en la misma sartén se cocina una cebolla y un par de ajitos, hasta que estén dorados. Mientras tanto, se cuece la pasta, que quede al dente. Antes solía comer la pasta muy hecha (mi padre siempre la dejaba muy hecha) y estaba acostumbrada a ello. Pero luego alguna vez que hice yo pasta, cuando ya me había mudado y mis comensales ahora eran un poquito diferentes, me di cuenta de que una pasta si no está al dente no vale absolutamente nada. De verdad: si no está al dente es una mierda. Una vez la cebolla y el ajito estén dorados, se añade cayena al gusto, que dará un picante especial pero suave (si no se añade de más, claro), sin entorpecer el resto de los sabores, y luego se añade el tomate concentrado. Lo compré para el beuf a la bourginon de Julia Child y no he vuelto a usarlo, así que cuando vi esta receta pensé: perfecto, así le doy uso. Cuando haya cambiado de color, se incorpora un chorrito de vodka y una vez aquí, incorporamos también la nata y seguidamente una cucharada de pesto. Aunque estuve a punto de comprarlo hecho, decidí hacerlo yo: así no sobraría tanto y me ahorraba ese dinero. En el súper no había albahaca fresca, así que tuve que tirar de la de bote. Y para compensarlo, decidí picarlo todo (porque tampoco tenía piñones y en su lugar puse almendras) en un mortero en lugar de en la picadora. Esto fue una experiencia. Picar en un mortero es mucho más trabajoso (y ensuciado) que en una picadora. Pero quedé muy satisfecha con el resultado, había algunos trozos más grandes que otros de almendras, todo se había quedado en una masa homogénea llena de sabores y de un color verde dorado que daba ganas de comérselo solo con mirarlo. Luego, dejé reducir la salsa, que fue tiñéndose del rojo del tomate hasta llegar a un color cobrizo espeso salpicado de trocitos de cebolla y ajo. El olor era espectacular y cuando lo probé, una preciosa sorpresa: sabía a Italia. Nunca había tenido esa sensación tan clara con ninguna receta italiana que había hecho hasta ahora. Reservé un poco de agua de cocción y, embriagada por ese olor, la añadí junto con la pasta y las salchichas. Removí bien y dejé que se cocinara un poco pensando que igual me había pasado de agua y que me iba a quedar la salsa un poco líquida. Pero confié en mi instinto (recordando la María Nicolau que tengo en mi cabeza desde que leí su libro) y, en lugar de dejarlo reducir más, lo apagué y lo dejé quieto en el fuego mientras terminaba de recoger la cocina. Rallé un poco más de queso, saqué la cubertería negra nueva y serví la pasta con el queso por encima. Cuando llegó Ane, justo después de terminar su último turno y entrando en ese instante en sus vacaciones, puso una cara de felicidad al ver la pasta que no podría hacer caber en estas líneas por más que me esforzara y leyera. Le dije: creo que te va a encantar. Porque le encanta la pasta en todas sus formas, de la forma más simple y de la forma más elaborada posible. La probamos a la vez y esto, con permiso, no me sorprendió. Estaba espectacular. Ane me dijo: cuando escribas sobre esto ya sé cómo puedes llamar a esta pasta. ¿Cómo?, le pregunté. Macarrones borrachos. Y con una sonrisa y la boca haciéndole agua, se llevó el tenedor a la boca. Ahora escribo esto, con el estómago vacío y la boca haciéndome agua de recuerdos. Está claro: voy a tener que empezar a tener pesto congelado…


Dos vicios: macarrones borrachos y cubertería nueva


El espíritu de Julia Child y otras carencias temporales

 

No me lo puedo creer. Después de tanto tiempo deseando hacer esta receta, la vida se cruzó por en medio (como tantas otras veces) y, como ya había pasado tanto tiempo, pensé que ya la habría escrito, que ya la habría dejado anotada, o que al menos habría hecho algunos apuntes para luego desarrollar mejor en más profundidad toda la experiencia en otro momento, cuando tuviera más tiempo. ¡Cuando tuviera más tiempo! Y una cosa llevó a la otra y el olvido fue más fuerte, más denso. Y ahora voy a buscarla y no está, pienso será un error, algo no he escrito bien, como cuando Deborah Levy busca Mumbai en el buscador y no le aparece nada, y se frustra, y deja el ordenador un rato y, cuando vuelve, se da cuenta de que lo ha escrito mal, que ha escrito Mombai porque en su idioma materno mom es madre y sus dedos automáticamente buscaron su casa, su hogar materno. Pensaba que sería un error de mis dedos, no buscando mi hogar materno si no haciendo honor a mi despiste y mis olvidos recurrentes. Pero no, esto era todavía peor: no existía. Nunca llegue a escribirlo. Era la receta. Y nunca llegue a escribirlo. Estoy hablando del Boeuf a la bourguignonne de Julia Child, uno de los propósitos de la escritura misma de este blog. La receta de Julia Child, la fuente de inspiración de mis food memoirs. Lo que más me inspiraba y me ponía en movimiento interiormente para animarme a hacer lo que fue el principio: comprarme una olla que pudiera meter en el horno. Una Le Creuset, pero mucho más económica, claro está. Esa receta tan icónica precisamente porque fue la puerta de entrada de Julia Child en el mundo editorial, la primera receta que hizo su editora para probar su talento y resultó tan, pero tan buena que fue la confirmación absoluta de que debía publicar su libro El arte de la cocina francesa. Y aquí estoy, sin haber escrito ni una palabra. Mucho tiempo después (¿tres, cuatro meses?). ¿Cómo escribir la experiencia de una receta, cómo escribir un food memoir con tres o cuatro meses de distancia? ¿Se puede escribir un diario que no es un diario ni es un recuerdo, que es más bien la memoria de un olvido? Se lo he dicho a Ane, cuando ha venido a casa, la tristeza que me ha embriagado cuando me he dado cuenta de que no existía esa receta, ni en el blog ni en ninguna página en blanco. Y me ha dicho, da igual, escríbela igual, escríbela igual. Pues aquí estoy, escribiéndola igual. Escribiendo cómo la gran receta que tantas ganas tenía de hacer ha sido la única que he olvidado por completo de escribir. Vaya. Así que aquí viene la descripción desordenada de la no-food memoir del tan icónico Boeuf a la bourguignonne:




Lo primero que recuerdo es que tenía miedo de no encontrar algún ingrediente, de no poder comprar con exactitud todo lo que Julia Child me pedía que comprara. No sé cuantísimas veces me leí y releí la receta, calculando los tiempos, las horas, cuánto tardaría yo en prepararlo todo, a qué hora debía ponerme, si llegaría a tiempo para la hora de la comida o no. Después de hablar con Gorka, llegué a la conclusión de que traicionaría un poquitito de nada a Julia, puesto que no iba a comprar cordero (¿quiero reducir las carnes que como y voy a comer cordero? ¿y dónde se compra un cordero? Mi antisocialidad empezó a entrar en pánico), sino ternera. Me dijo que si era la primera vez que lo hacía, ya estaba bien que usara ternera y no cordero, para primero familiarizarme con la receta. Tampoco pude encontrar panceta ahumada, solo panceta a secas, me supo mal por Julia pero luego llegué a la conclusión de que solo acababa de reducir una hora de mi tiempo de cocina. Y llegó el día de hacer la receta. Como es evidente, apenas me acuerdo de todo lo que había que hacer. Recuerdo que tranquilamente me pasé cocinándolo unas cuatro horas. Todo empezaba cortando la panceta y la ternera (yo ya la tenía en cachitos). Debía saltearse primero en la olla, antes de nada. Aparte había que preparar las cebollitas, dejando que se ablandaran con un poco de caldo, y unos champiñones con mantequilla. Las cebollitas quedaron super suaves y caramelizadas, con un sabor casi dulce que me pareció espectacular. El problema es que me di cuenta de que eran mucho más grandes que las que pedía Julia (debían ser muy pequeñas, de un par o tres de centímetros si no recuerdo mal, y ella ponía entre diez o quince; más tarde descubrí que yo no podía poner tantas si no quería hacer un estofado de cebolla con carne en lugar de al revés, y reservé unas pocas que luego usé en un arroz: estaban deliciosas). Los champiñones debían quedar crujientes, así que había que saltearlos a fuego fuerte para evitar que soltaran su jugo y se ablandaran. El problema es que cuando las retiré soltaron su jugo igualmente, así que creo que no me salieron como Julia Child pedía. Aun así, me pareció que estaban muy ricas. 


Los champiñones enriquecidos con mantequilla

Las cebollitas cocidas en caldo, blandas y casi dulces

En la olla de la carne debía saltearse luego una cebolla picadita y unas zanahorias en rodajas, para luego añadir de nuevo la carne y el caldo con el vino tinto. Julia Child especificaba incluso el tipo de vino tinto que casaba mejor con el plato pero lo siento, querida Julia, apenas tenía tres cifras en la cuenta del banco y ya tenía suficiente con haberme comprado la olla pseudo Le Creuset por puro capricho y obsesión. Luego, al horno. Se debía ir mirando que estuviese en el punto justo de calor: a punto de ebullición, pero sin llegar a él. Esto me pareció sin duda lo más difícil y por lo que más sufría. Pero luego el resultado fue perfecto, aunque no estoy del todo segura de haberlo sabido controlar tan perfectamente como ella. Ah, se me olvidaba, es verdad: la carne debía enharinarse y meterse unos minutos en el horno, así, sin nada más. De esa manera se formaría una costra para luego sacar la olla y seguir con la cocción de las verduras en el fuego. Me pareció muy interesante la combinación de fuego y horno, y eché de menos tener fogones en lugar de vitro. Y, por supuesto, menos mal que todavía hacía frío: esta receta en verano sería mortal. En fin, una vez pasadas un par de horas en el horno, si no recuerdo mal, la olla se sacaba y el caldo se colaba en otra olla aparte, mientras se volvía a traer a la olla al fuego. Se debía dejar el caldo hasta que se enganchara un poco en la cuchara (Julia Child dixit; me pareció una descripción muy clara e intuitiva, qué lista eres Julia, querida) y luego añadirlo de vuelta a la olla con la carne, al gusto, añadiendo más cantidad si quedaba seco. 


La olla recién sacada del horno, antes de colar el caldo



Con el caldo recién colado, la carne vuelve al fuego

Y por último, se añaden las cebollitas y los champis
para depués devolver la salsa a la olla


Me daba mucho miedo que la carne quedara dura, que tantas horas en la cocina dieran un plato mediocre. Pero probé la salsa y recuerdo que no podía creerme lo sabrosa que estaba. Estaba riquísima, y eso que el vino tinto era de brick. Cuando la probamos (Ane trajo pan, claro) nos quedamos boquiabiertas. Realmente estaba riquísimo. Me sentí embriagada por el espíritu de Julia Child, casi poseída, sentía que estaba hablando con ella y viéndola con cada cucharada, estaba ahí mismo, en esa salsa, en la mantequilla de los champiñones, en esa panceta tan suave que prácticamente se deshacía (a mí, que no suele gustarme). El plato estaba riquísimo, pero la experiencia de haber cocinado con mis manos en mi casa de treinta metros cuadrados en la Barcelona del 2023 una receta que había cocinado Julia Child en su casa de París alrededor de los años cincuenta o sesenta, era lo que más me emocionaba. Sentí una especie de conexión sincera y profunda que atravesaba el tiempo y venía a mí a través del olor a esa carne bañada en el vino tinto y a esas verduras hechas en mantequilla. Julia, querida, espero que estuvieras orgullosa de mi plato. Apenas me acuerdo, perdón por mis olvidos, pero la sensación de hacer esta receta no se me olvidará nunca. Y… sí, por supuesto que voy a decirlo: bon appétit!


El resultado final... con espíritu de Julia incluido


 

miércoles, 17 de mayo de 2023

Dietario entre fogones: del 3 al 9 de abril

 

Decidí comprar jengibre porque se me antojaron alitas fritas, y quería hacer una receta que ya hice una vez, de un cocinero amigo de Ane (Cook Edd). Son unas alitas hechas con doble fritura y en una salsita increíble de ajo, jengibre, salsa de soja y miel. La otra vez me quedaron increíbles y Ane y yo nos pusimos las botas, pero ya no volví a repetirlas. Y mira que adoro el pollo frito. Por influencia de Ane, precisamente (como tantísimas otras cosas en mi vida), cada vez que pienso en pollo frito pienso en Criadas y señoras, en lo rico que parece ese pollo frito y en que ojalá supiera hacer una fritura y un rebozado tan apetecible y crujiente como ese. En fin, que decidí hacerlas. Fue un domingo, habíamos decidido ver el Bar Coyote (yo todavía no la había visto), así que era uno de nuestros planazos de domingo, de esos planes que te hacen levantarte por la mañana apeteciéndote vivir, al menos por ese día. Al menos por las alitas, al menos por el Bar Coyote. Pues bueno, el resultado: se me quemó la salsa. Mi decepción fue de niveles atmosféricos, como todas mis decepciones en la cocina (siempre exageradas, como si fueran catástrofes inmensas). Fui muy confiada y la salsa, en lugar de caramelizarse, se me quemó. Debía haberla quitado antes, tal y como hice la otra vez: no confiaba en que me quedara bien y el miedo decidió que debía quitarla cuanto antes. Esta vez no tenía miedo, puesto que ya había hecho esa receta, pero es evidente que el recuerdo me quedaba demasiado lejos, visto lo visto.

Puede que no luzcan del todo mal,
pero hacedme caso: horrorosas

Dudé mucho en comprar jengibre o no: al poco de llegar a este piso, compré para alguna otra receta y lo congelé directamente, asustada por que se me pudriera en la nevera al no usarlo. Pensé en descongelar ese que tenía ahí y usarlo, pero sentía que llevaba demasiado tiempo en el congelador y no me apetecía un dolor de estómago, así que me resigné y lo compré. Pensé: esta vez buscaré recetas para sacarle partido. Y así hice, como podréis leer en los dietarios de las próximas semanas.

También hice mucho dulce: una tarta de manzana y otra de arándanos. Ambas de Esbieta, por quien siento una profunda admiración y amor. Todo lo que he hecho suyo me ha salido perfecto y espectacular (a excepción de una receta de col, creo que la col no es lo mío, algo que me apena, puesto que está súper presente en su cocina) y es sin duda una de mis más preciados descubrimientos de youtube cocina. La tarta de manzana era una versión sencilla, con masa brisa y manzana cortada finita, sin pasarla por la sartén, añadiéndola directamente sobre el molde. Sobre todo ello, una mezcla de yogur, azúcar y huevo, si no recuerdo mal, y un toque de vainilla. Queda riquísima (cómo me gustan siempre los bordes horneados de la masa brisa, dios mío). Compré caramelo para echarle por encima, algo que no suelo hacer nunca por pereza. 


Y luego: la tarta de arándanos. La considero una de mis tartas favoritas, especialmente porque se me da fatal la repostería y esta siento que es siempre un acierto, al menos para mí. Desgraciadamente esta vez (la primera que lo hacía en este piso) sentí que me quedó algo seca, demasiado fina. Creo que el molde era demasiado ancho para la cantidad de masa, y eso hizo que no quedara como siempre. Es muy sencilla: se mezclan los ingredientes para la masa y luego se divide en dos, una más grande que la otra. Aquí yo hago algo diferente a lo que hace Esbieta, pues ella congela ambas mitades y luego, cuando ya están bastante congeladas, las ralla sobre el molde. Unos treinta minutos, dice. Mira, no sé yo qué congelador increíble tiene ella, pero el mío no congela una mierda en solo treinta minutos. Al principio intentaba rallarla, aun así, pero entre que no estaba apenas congelada y que el calor de mis manos todavía ablandaba más la masa, era una forma de complicarme más la vida que otra cosa. Así que empecé a hacerla de otra manera, que es la que hice esta vez: una vez cortadas las dos mitades (mitades entre comillas), la desmenuzo con las manos, haciendo cachitos pequeños sobre el molde. Así con la mitad más grande, rellenando todo el fondo. Luego, los arándanos (con un poco de maicena y azúcar) por encima. Y finalmente la otra mitad, de la misma manera. Al ser mi molde demasiado ancho, me costó mucho rellenar el fondo, y apenas me sobraba masa una vez acabé de rellenarlo. Se trata de una tarta fina de por sí, pero sentía que estaba demasiado fina.


No fue una semana de mucha cocina y, a excepción de la tarta de manzana, no resultó como a mí me gustaría. Pero supongo que eso es algo que tengo que aprender: en la cocina, como en la vida, también se falla y se fracasa, por más empeño y cuidado que se le ponga. Al final todo es una excusa: hay que seguir cocinando.

jueves, 27 de abril de 2023

Dietario entre fogones: del 27 al 2 de abril

 

Esta semana se me antojó muchísimo el Almond Chicken de un indio que tenemos cerca de casa, la Flor de Maig. Es un pollo al curry muy ligero con almendras; siempre nos lo pedimos con un plato de un arroz basmati súper aromático y está de vicio. Somos incapaces de ir a la Flor de Maig sin pedirnos ese pollo al curry con almendras. Me dijo Ane, ¿y si probamos a hacerlo en casa? Yo me puse a buscar recetas, pero no encontré ni una sola que se pareciera de verdad a ese pollo. Había algunas parecidas, con curry suave, o con salsa de almendras, pero ninguna guardaba un verdadero parecido con esa con la que estaba tan obsesionada. Justo un día de esos, una cuenta de Instagram que me gusta mucho (cocinaconcoqui) subió un vídeo de unas patatas con parmesano al horno en el cual hablaba del instinto en la cocina. Decía que, aunque disfrutaba mucho siguiendo recetas, cuando más disfrutaba cocinando era cuando no se dejaba guiar por nada en concreto. Que dejándote guiar por los olores, colores y sabores, se acaba desarrollando un instinto culinario que te permite crear recetas deliciosas y darle un punto de creatividad a tus platos. Empecé a cocinar cuando era pequeña, ayudando a mi padre en la cocina, así que quiero pensar que ya tengo cierto instinto, y que acostumbro a dejarme guiar por mí misma al seguir una receta, si creo que añadiendo esto o lo otro mejoraría el plato. No siempre: también me gusta seguir unas instrucciones tal cual si confío en quien hace la receta. Pero, aun así, no acostumbro a inventarme platos. Siempre intento inspirarme buscando cosas aquí y allá antes de hacer algo, y mezclo varias ideas. Pero esta vez no tenía en donde apoyarme: no había ninguna receta de ese plato de Almond Chicken que tantas ganas tenía de saborear. Así que, tras mucho dudar, decidí confiar un poco en mí misma, y esa fue la parte más difícil de esta receta. Combiné cosas que me habían resultado muy bien en otras recetas: tosté un poco las almendras en una sartén y las reservé; enhariné y salpimenté el pollo (usé contramuslos porque ahora siento que son infalibles, siempre quedan jugosos, no como la pechuga de pollo que en seguida se te queda seca) y lo doré un poco. Lo reservé y doré en la misma sartén una cebolla cortada fina, junto con unos dientes de ajo. Cuando estaba bien dorado, añadí jengibre, un poco de canela y media cucharadita de curry. No quería añadir mucho, porque no me parecía que la receta que estaba intentando seguir en mi imaginación tuviera mucho curry. Era una salsa ligera, espesa, en donde resaltaba más la almendra que el curry o el picante. Luego añadí la bebida de coco hasta cubrir la base. Ahora creo que quedaría mucho mejor con una lata de leche de coco en lugar de bebida de coco. Es algo que he descubierto haciendo otra receta, pero eso será para otra entrada del blog. El caso es que con la leche de coco en lata queda una salsa más espesa que con la bebida, que es solo líquido. También se podría combinar con un poco de caldo de pollo o agua, al gusto de cómo se quiera la salsa. Y luego, la parte con la que más dudaba y al final acabó resultando la mar de bien: la nata. No estaba segura de que fuera buena idea, puesto que siento que muchas veces el sabor de la nata se nota demasiado. Pensé en añadir yogur, pero me daba la sensación de que no era la clave en esta receta. Corté pequeñitas las almendras y las añadí junto con el pollo, aunque creo que lo mejor habría sido picarlas con un robot de cocina para que no se notaran en absoluto; aunque no me importó encontrarme algún trozo de almendra, creo que habría quedado mejor si hubiese estado picada del todo. Y el final: rectificar de sal, dejar chup chup y acompañar con arroz basmati. El resultado no me pudo gustar más: estaba increíble, muy parecido al original que estaba intentando imitar.


Almond Chicken con arroz basmati de la
Flor de Maig (imagen del perfil de Google del restaurante)


Mi versión humilde del Almond Chicken
(con arroz basmati de marca blanca)

            Esa semana también vinieron unos tíos de Ane que viven en Arnedillo a pasar unos días en Barcelona. Ane trabajaba de tarde así que nos fuimos a tomar un vermut por la Barceloneta, que a la tía de Ane le encanta. Se quedaron a dormir en casa de otros tíos que viven en Barcelona, y fueron ellos quienes les pasaron una lista de buenos bares por esa zona, y su criterio siempre es impresionante. Estuvimos en uno llamado La Cova Fumada, justo al lado de otro bar a donde habíamos ido Ane y yo hacía algún tiempo, y que nos gustó mucho. Estaba llenísimo, era estrecho y antiguo. Lo llevaba una familia y la camarera nos dijo que las bombas eran creación propia de su bar. ¿Sería verdad? Había probado alguna otra bomba en algún otro bar, pero ninguna como esa. Se trata de una bola de patata rellena de carne y servida con una salsa picante y una especia de alioli ligero riquísmo. Pedimos también unas sardinas y unos calamares. Desde que vivo en Barcelona apenas como pescado, y siempre que hemos hecho en casa ha sido congelado, a la plancha o al horno, sin mucho misterio. Yo pensaba que no era una gran aficionada al pescado, salvando algunas excepciones. Mi problema principal son las espinas: no las soporto. Soy una ansiosa comiendo y no soy capaz de comer con cuidado de no pincharme o tragarme una espina. Pero dios mío, cómo estaban esas sardinas. Nos las comimos con las manos y con ansias, y de repente me dio igual que tuviera o no espinas. El tío de Ane (otro buen cocinero) dijo que le encantan las sardinas, pero que odia el olor que dejan en casa, así que siempre acostumbra a pedir en los bares o restaurantes para poder disfrutarlas. 



            De ahí nos fuimos a otros dos bares. En uno de ellos pedimos pescadito frito, tal y como ponía en la carta. Cuando nos los trajeron vi que en realidad eran sonsos, unos pescaditos muy pequeños y finitos que se sirven fritos. 


            Mi madrina le daba a mi madre sonsos cuando yo era pequeña, los probé y me encantaron y un día le dije a mi abuela que me encantaban: ya se sabe, cuando una abuela se entera de que algo gusta, eso se convierte en el plato principal de la casa. Yo no sé cuántas veces me tenía preparado un platito de sonsos fritos, que yo comía con gusto y sin dejar ni uno en el plato. Al final acabé hartándome, claro, y cuando mi madre venía a casa con una bandeja de sonsos que le había dado mi madrina otra vez me miraba casi con cara de pena, casi consolándome: lo sé, otra vez sonsos. Cuando me los comí el otro día en ese bar me supieron más ricos que nunca. Me teletransportaron a cuando era pequeña y de repente ese cansancio que había sentido en otro tiempo hacía ellos se esfumó por completo. Es curioso como podemos obsesionarnos con algo y desear comer solo eso, día y noche, y sentir que nada podría hacer que nos cansáramos de ello. Pero a veces, aun así, nos cansamos, y la obsesión baja un poco, o incluso desaparece por completo. Pero si después de un tiempo de casi olvidar esa obsesión volvemos a probar bocado de ese plato que significó tanto, de repente no solo recordamos lo mucho que nos gustaba y lo disfrutamos como la primera vez, sino que nos vienen todos los recuerdos del momento de la obsesión, nos transporta a otros instantes, a otras edades, a otras personas quizás. Sean agridulces o no los recuerdos, el plato siempre será sabroso. Y volver a él será un regalo.

martes, 28 de marzo de 2023

Dietario entre fogones: del 20 al 26 de marzo

 

Sigo dándole vueltas a qué es un food memoir. ¿Estoy escribiendo yo un food memoir? ¿Debería echar en esta olla más ingredientes de mi vida? ¿Debería a caso yo hablar de cocina? Desde que empecé este blog intento darle vueltas a eso, a si mi escritura se parece acaso un poco a ese género que ni siquiera tiene aún nombre en castellano. El término más cercano que he leído es «gastromemoria», aunque creo que no está nada familiarizado el término en el mundo editorial. Nunca me he leído un food memoir, ¿debería escribir algo que no he leído nunca? ¿Soy escritora de food memoir si no leo food memoir? Justamente hoy he comprado Cocina o barbarie, de Maria Nicolau. Creo que no es exactamente un food memoir, sino una especie de ensayo culinario, más cerca del recetario que del food memoir, aunque sin ser tampoco un recetario al uso. Tengo muchas ganas de leerlo. También (buscando algún food memoir para leerlo y poder seguir escribiendo en este blog…), he encontrado el libro: Un hogar en la cocina, de Molly Wizenberg, con traducción de un poeta que me encanta, Ángelo Néstore. Es de los pocos food memoirs que he visto traducidos al español y que no son de gente famosa como Stanley Tucci o Gwyneth Paltrow.

            En fin: el diario semanal. Nos gastamos más de setenta euros en la compra, lo cual me deprimió mucho. Compramos algo de carne (eso no suele ser así), plátanos, champiñones y espárragos para un revuelto para cenar, ajetes para una tortilla de ajetes, tomates para alguna tostada, unos yogures de melocotón que me encantan, unos nuggets vegetarianos que solemos hacer a la plancha para cenar, huevos, leche, todo eso. Al principio de la semana hice un plato coreano que conocí gracias a Esbieta, aunque no tengo muy claro su nombre. Creo que es algo así como «jerk». Aunque odio cortar carne y últimamente también comerla, a Ane le gusta mucho y es un plato que queda muy rico y que hacía mucho que no hacíamos. Se cortan los filetes de ternera en tiras y se echan en una sartén sin nada de aceite, solo con un poco de sal, hasta que la carne suelta todo el agua. Luego se añade la zanahoria rallada y la cebolla en juliana, se mezcla bien y se deja unos minutos, para después añadir dos cucharadas de salsa de soja, una y media de vinagre, pimienta (si es que no se le ha echado una guindilla troceada antes) y perejil o cilantro (Ane odia el cilantro, así que en mi caso perejil; lo del cilantro es un tema delicado: a mí me gusta, pero a ella en absoluto). Se mezcla bien y se baja el fuego. Y, aunque ya todo huele en este punto de maravilla y la verdura tiene una pinta espectacular, aquí viene mi parte favorita: en una sartén pequeñita se calientan tres cucharadas de aceite, hasta que empieza a salir humo. Es importante, tiene que estar muy caliente. Cuando esté, se echa a la sartén de la carne y las verduras, se revuelve bien y se sirve en seguida. Me quedó un poco dura la carne: no sé si la corté demasiado pequeña, o si dejé que soltara demasiada agua, o si le eché poca verdura. Los bocados con cebolla y zanahoria eran los más sabrosos y jugosos. Me pregunto cómo quedaría este plato solo con cebolla y zanahoria, y quizás berenjena o calabacín o alguna otra verdura. O quizás cambiando la ternera por el pollo.

            El otro plato que quería hacer esta semana era pollo al curry, una receta un poco diferente, pero al final tendrá que ser para la semana que viene. Este fin de semana ha sido intenso, apenas he cenado decente ni a la hora. La Emily tenía entradas para una fiesta de Eurovisión que hacían en Barcelona y nos hemos pasado el fin de semana comiendo tarde y regular. Siento mi cuerpo pesado y cansado, cada vez aguanto peor el alcohol. El caso es que no hice el pollo al curry, pero a mitad de semana, antes de empezar este fin de semana agotador y excesivamente sociable para mi gusto, me topé con un vídeo en twitter (era un tik tok, pero como no me entero de nada de esa aplicación, siempre me entero de las cosas de allí tarde y mal, y por twitter) de una señora italiana que estaba haciendo una carbonara impresionante. Usaba guanciale y nada de pimienta. Se ve que esa carne está adobada con pimienta y por eso no hace falta echarle. Me pareció muy curiosa y mira que, de nuevo, odio cocinar con carne (pero soy curiosa, así que ahí está el problema). Yo estaba dispuesta a hacerla tal cual (qué bien me cayó la señora, hasta busqué una tienda de productos italianos en Barcelona), pero Ane vio una fotografía de la carne, que era todo grasa prácticamente, y le horrorizó. ¡Y yo la iba a hacer! Me alegré de ahorrarnos ese dinero y de no tener que cortar una carne grasienta. Así que compramos los típicos trozos de bacon que vienen en una bandejita y queso parmesano. Con o sin guanciale, seguiría la receta de la señora. Hay un tema con la carbonara: durante años Ane la hacía con nata. Bueno, ni siquiera sé si la llamaba exactamente carbonara o no. Nata, mucha pimienta, ni siquiera cebolla o bacon en muchas ocasiones. Con la nata le era más que suficiente, incluso sabroso. En mi casa hacíamos algo parecido a una carbonara, aunque jamás se le llamó a eso carbonara. La receta consistía en cocer la pasta (cortando los espaguetis, porque mis padres siempre cortan los espaguetis; de hecho, ni siquiera eran espaguetis: siempre hacíamos esa receta con tallarines), freír el bacon en una sartén con aceite, echar la pasta encima (mis padres nunca guardan el agua de cocción) y mi madre siempre me decía: déjalo un poco así, que coja el sabor del bacon y del aceite. Lo salpimentaban y mientras cogía el sabor del bacon y del aceite en un plato hondo batían uno o dos huevos, según la cantidad de pasta que hubiera, echaban queso rallado (del típico de bolsa, marca blanca) al gusto, creo que sin que quedara pastoso, creo que había siempre más huevo que queso, echaban pimienta y esa mezcla iba para la sartén. Removían bien y rectificaban la sal y listo. Durante años fue mi plato favorito. Mi padre me contó una vez que esa receta vino de que mi abuela paterna debió verla en algún sitio, se le antojó hacerla y, cuando mi padre llegó a casa a comer, le dijo: lo siento, parecía que tenía buena pinta cuando la vi pero ahora que la he hecho no tiene nada de buena pinta. Pero para sorpresa de mi abuela mi padre se acabó el plato y repitió: estaba buenísimo. Años después, Ane y yo descubrimos una receta de carbonara y aprendimos que esa era la original (y que echarle nata era un pecado): dos o tres yemas por persona, mucha pimienta porque de ahí viene su nombre de carbonara, y queso parmesano recién rallado encima hasta que quedara bien pastoso, freír bacon y cebolla y echarlo en el bol de la mezcla junto con la pasta y el agua de cocción y mezclar con movimientos envolventes. Con el calor de la pasta el queso se derrite y, si se hace con la cantidad perfecta de huevo y queso, la salsa queda suave y jugosa y es el mejor plato que hayas probado en tu vida. Hicimos miles de veces esa receta. A veces nos quedaba perfecta, otras un poco aguada. Pero esta vez estábamos decididas a seguir los consejos de esa señora italiana. Su receta, para mi sorpresa, se parecía mucho a eso que mi abuela paterna pensó que quedó asqueroso. Mezclaba el huevo con el queso parmesano recién rallado (en lugar de usar uno de bolsa ya rallado y sin marca), un par de huevos y un par de yemas, freía el guanciale y cocía la pasta y luego echaba la pasta en la sartén del guanciale junto con la mezcla de huevos y corregía con el agua de cocción. Listo. Así que eso hicimos. Calcular la cantidad de huevo es lo que más difícil, me parece. Pero el resultado fue… la salsa quedó poco jugosa, teníamos miedo que se nos quedara demasiado líquida y se quedó algo seca, sobre todo porque la dejamos reposar un poco mientras acabábamos de recoger. Pero esa pasta, sin ser como la señora italiana habría deseado, había quedado justo como esa pasta que yo comía de pequeña, justo como esa pasta que no llamábamos carbonara pero que venía de una carbonara hecha sencilla, y no solo se parecía tanto como esa, sino que estaba muchísimo mejor. Claro, el queso era parmesano y llevaba cebolla, algo que mis padres, si no recuerdo mal, no echaban. La apariencia era la misma; el sabor, muy parecido. Lo suficientemente parecido como para trasportarme a esa niña que deseaba comer ese plato todos los días, y lo suficientemente mejorada como para querer compararla con esa versión de la receta en la que la salsa, en el punto justo, queda jugosa. Me gustó tanto que, a pesar de que sobró bastante, en ningún momento me aburrí de comer sobras. No solo eso, sino que prefería comer esas sobras que ninguna otra cosa. Justo como cuando de niña me comía las sobras de los espaguetis con bacon con tanto gusto como cuando estaban recién hechos.


            He mencionado mi infancia, ¿si lo hago se convierte esto en un food memoir en condiciones? No sé. Hoy Maggie O’Farrell en una conferencia ha dicho que lo que tenemos que escribir es eso que tanto nos llama por nuestro nombre. Y dios, cuánto me llama esto. Y cuánto me llama comer. Por cierto: ya me ha llegado la olla. Ya casi puedo oler el boeuf à la bourguignonne



viernes, 24 de marzo de 2023

Una mousse es una mousse es una mousse

 

Hoy una decepción. No todo sale bien siempre. El principio de esta receta parecía un poco profético: no encontré tofu seda, no encontré setas. Estamos en primavera así que no había ninguna de las setas otoñales que ponía en la receta, pero es que ninguno de los dos días que fui al súper encontré ni las setas que se venden todo el año. Cogí portobello y recé para que eso bastara. Pero las desgracias no acaban aquí. Cuando me puse a cocinar, empecé poniendo las verduras en el horno y me fui a la ducha. Cuando salí olía increíble. Era una berenjena, dos dietes de ajo y un pimiento rojo. Pensé: dios mío, si el resto huele tan bien como esto, estará increíble. Luego me puse con lo que era el paté, el relleno. Corté y piqué la cebolla y los champis y los fui echando en varias tandas porque no cabían en la sartén. Luego: la salsa de soja, el tofu picado, las almendras picadas, los polvos para hornear y las especias. Y aquí mi cocina empezó a oler de una manera que asustó a Ane. Vi como de repente su interés empezaba a alejarse de esos canelones. Yo seguí, tozuda. No tenía por qué ser terrible el resultado final, igual la combinación de sabores era perfecta. Así que acabé el paté y empecé a triturarlo. La apariencia era lo más horrible del mundo, una masa pastosa y blanca, grisácea, casi como un cemento, en color y pastosidad, pero no era la primera vez que algo lucía horrible y luego sabía la mar de bien. Así que yo seguí, por supuesto. Me puse con el parmesano de frutos secos. Pero, aunque yo seguía con la receta decidida y resolutiva, no pude evitar el grito ahogado cuando me di cuenta: sí, el parmesano de frutos secos llevaba también almendras, y no anacardos como yo creía recordar. Y acababa de terminar mis últimas almendras en ese paté de cemento. Fui desconsolada a explicárselo a Ane y me dijo que usara los anacardos, que tampoco habría gran diferencia. Lo trituré todo y la textura era como de parmesano, y el sabor también me recordó un poco: salado, se te pega al paladar como el queso, aunque el sabor de fondo del anacardo me hizo pensar en cómo habría quedado si tuviese almendras. Pero esta forma de parmesano vegano me parece genial así que la apunto: 100 gramos de almendras molidas o harina de almendras, 20 gramos de piñones picados, 15 gramos de levadura nutricional, media cucharadita de ajo seco en polvo, una pizca de orégano, una pizca de jengibre en polvo, una pizca de sal, y todo junto a la trituradora. Esto me animó un poco así que seguí con lo que me quedaba: la mousse de berenjenas. Trituré las verduras que había horneado y bueno, eso no era una mousse ni era nada, la consistencia era exactamente la del gazpacho. A las verduras se le añadía agua, así que o bien debería haber ido echando con cuidado hasta que me quedara la textura deseada, o bien mi berenjena era demasiado pequeña. Porque, a todo esto, el color también era el del gazpacho y sabía básicamente a pimiento rojo, pero con un sabor muy ligero; nada que ver con la foto de la receta, donde la mousse es más bien anaranjada o amarilla. En fin: rellené los canelones, eché la mousse por encima y el parmesano y lo metí al horno.


            El resultado es el esperado, claro está. Al cabo de unos días, comentándolo con Ane, me dijo que cuando vio su plato con los canelones pensó: ojalá me guste, por dios, porque no tiene ninguna pinta de que me vaya a gustar. Y eso que la pinta no era exactamente mala, pero el olor… yo me comí mi plato, Ane dio un bocado a un trozo de canelón y me dijo: lo siento, creo que no me apetece. La pobre no osó ni a decirme: no me gusta. Solo: no me apetece. Me comí mi plato y cuando pasó un rato seguía teniendo el regusto en mi boca del paté de ese olor que seguía en la cocina. ¿Sería el tofu al tostarse? Y mira que me gusta el tofu y apenas sabe a nada, pero la combinación de él con los champis era… comestible pero no deseable, vamos a decir.


            A todo esto: el recetario Recetas y principios de la cocina vegetariana no es en absoluto un recetario para principiantes o iniciados en la cocina. No es que yo sea ninguna experta, pero en ningún momento decía que había que poner parte de la salsa en el fondo del recipiente, o untarlo con algo, puesto que si no los canelones se pegarían. Yo lo hice con la mousse porque he hecho canelones muchas veces y ya se me pegaron una vez por no poner un poco de bechamel o tomate en el fondo, y otra vez ya se me quedaron sequísimos por no echar suficiente bechamel entre los canelones y en los bordes. En la foto quedan muy bonitas las puntas de los canelones crujientes y secas, pero la verdad es que como no haya suficiente bechamel o mousse o lo que sea alrededor, los canelones van a estar secos. Y esto lo sé porque he hecho muchas veces canelones, pero nunca he hecho una mousse, y de hecho no sabía qué textura tiene una mousse hasta que no lo busqué en Google. Si hubiese hecho alguna vez una mousse, a lo mejor hubiese visto que mi berenjena era demasiado pequeña, que el pimiento es todo agua y que, si lo trituraba todo, iba a quedar líquido. Pero yo no lo sabía, y en el recetario no había ningún apunte al tamaño de la berenjena, o al cuidado de la cantidad de agua para vigilar la textura que debe quedar. Nada de nada. No niego estar obsesionada con Julia Child, este blog es la muestra de ello, pero está claro que no tiene nada que ver con las explicaciones de ella: especifica el tamaño de la olla, la forma de los cortes, los centímetros y milímetros que deben tener ciertos cortes, la cantidad exacta de todos y cada uno de los ingredientes, la explicación paso a paso… No dudo que estos canelones, bien hechos, estén ricos. Pero la verdad es que no creo que fueran los mejores canelones que he probado. De hecho, si me permite Teresa Carles (la autora del recetario) y con todo el respeto del mundo, creo que, hasta yo, una cocinera mediocre, he hecho canelones más sencillos y apetecibles que estos. Me pregunto si encontraré algún día un recetario de platos vegetariano que no sean ingenierías y que estén ricos de verdad, que pueda incluir en mi día a día y que disfrute cocinándolos y comiéndolos. Después de comer esos canelones, Ane hizo palomitas: no soportábamos el sabor que se nos había quedado en la boca. Incluso ella, que solo probó un cachito. Nos hinchamos de palomitas y vimos una película de miedo. Sin rencores, Teresa Carles.

lunes, 20 de marzo de 2023

Samfaina, un plato catalán de verduras, jugoso y riquísimo

 

Aunque este blog nace de la inspiración que me dio Julia Child, sus recetas no son las únicas que me gustaría dejar escritas en este Food Memoir que es este blog. Así que aquí va una de Cuina catalana oblidada. Primero pelé y corté la cebolla. Tuve que tirar una porque estaba pocha (es lo que pasa al volver a casa después de cuatro días fuera). Corté algún cacho más porque me pareció que estaba medio pocha, pero la utilicé igualmente, esperando que mi estómago fuerte pudiera soportar lo que pasara. La receta ponía dorar y pochar con sal a fuego bajo, pero lo puse a fuego medio por un descuido. En vez de caramelizarse se tostó un poco (me gusta así, aunque yo preferiría haber seguido la receta de forma literal). 


Cuando me pareció conveniente eché medio pimiento rojo y dos verdes, pensé que era demasiado rojo si lo echaba entero (además, me gusta más el verde). Y lo dejé pochando a fuego bajo lo que me pareció, porque la receta no decía cuánto tiempo debía dejarlo. Hay una frase que me provocó escalofríos: «aquest ball lent i joiós que és el sofregit de la meva terra, tot un frec continu. Amb tota la tarda al davant, el día o la nit, tant se val!». Como que «tant se val!», la falta de concreción temporal me puso nerviosa, pero decidí seguir mi instinto y dejarme envolver por la tranquilidad sosegada que evocaba el recetario. Está bien. Toda la tarde por delante, todo el día. Tengo todo el tiempo del mundo. Bueno, en realidad, tengo hasta las 15h que venga Ane del trabajo, pero está bien, queda mucho aún. Luego lave y corté la berenjena sin pelarla, porque me parecía que en el dibujo de la receta se veían algunos trozos de berenjena y tenían piel. Les eché sal y las puse a freír. 


Creo que debería haber echado más aceite o haberlo dividido en un par de veces para que se dorara bien y quedara crujiente por fuera, como pedía la receta. En lugar de eso mi cocina quedó invadida por un olor dulce y muy agradable a berenjena y esta se ablandó y se doró parcialmente, pero sin quedarse crujiente por fuera. Mientras tanto, tocaba pelar y quitar las semillas de los tomates, para después cortarlos en trozos irregulares, según decía en la receta. Nunca pelo los tomates y hacerlo ha sido una experiencia (salpiqué toda la encimera sin querer). Los corté y los eché con los pimientos y la cebolla. ¿No decía cocinar con toda la calma del mundo? Pues así está, cocinándose, con las berenjenas reservadas esperando a ser echadas con el resto del sofrito. Son las 14 y media y todavía falta un rato hasta que venga Ane, así que voy a hacerle caso a la receta y dejar que los sabores de fusionen y los pedacitos de verdura se vayan haciendo más pequeños, ablandándose y suavizándose. Casi como si fuera una masa.

Después de escribir todo esto dejando que el sofrito se hiciera poco a poco, fui a darle la vuelta y vi que se había tostado de más en algún sitio. De nuevo: muy buena pinta para mí, pero no era lo que decía la receta. He optado por echarle más aceite, solo un poquito más, aunque en la receta no hablaba de corregir el líquido en ningún momento. Luego he añadido las berenjenas (están muy buenas, la verdad) y le he dado un par de vueltas, lo he dejado un poco chup chup y luego lo he ido a probar. Estaba pensando en decirle a Ane que en lugar de pan comprara algo para hacer un segundo y… Dios mío, está espectacular. Le añado un poco más de sal, aunque igual no le hace falta, pero soy una persona ansiosa. Le doy otra vuelta y lo dejo de nuevo. Creo que no hace falta nada más para disfrutarlo. No le he echado ninguna especia, aunque he estado un poco tentada (en la receta dice que «no pocs la perfumen amb bitxos i herbes de tots colors» pero creo que prefiero no añadirle nada más y disfrutarlo por sí solo. El sabor de la berenjena se queda en el paladar, hacia mucho que no comía una berenjena con tanto placer.


Son las 14.48 y no lo he apagado aún porque no quiero que se enfríe cuando llegue Ane y utilizo la filosofía de la receta como excusa.

Son las 15h y apago el fuego. En total estuvo media hora con los pimientos y luego otros quince con las berenjenas, más o menos. Lo tapo y espero.

Nos lo comimos con un par de tostadas. Estaba espectacular, homogéneo, bien pegado, el sabor de la berenjena era increíble y el aceite de freírlas que habían chupado lo habían soltado al juntarse con el resto del sofrito. Plato para acompañar algo, o rellenar algo, o ser la salsa de algo. Tengo ganas de usarlo así, en vez de comerlo solo.








Breve alegato a la pasta al dente

  Esta semana teníamos que irnos a Azagra. Íbamos a pasar la semana entera allí, porque Ane había cogido vacaciones y yo había conseguido li...